La Cajita de Fósforos


Estoy sentado en un banco en la Plaza de Mayo esperando a alguien que nunca llegará porque me dicen que acaba de morir. El nombre era Alberto y le decían el Sordo, un viejo informante, tan confiable como las grietas en estas baldosas que Hebe de tanto pisar convirtió en huelas.
La llamada anónima a mi oficina fue lacónica: "El Sordo cayó. Infarto, dicen. Pero tenía algo para vos. Cuidado, detective Columbo." Ex-detective, quise corregir al teléfono, pero ya había cortado. Por eso estoy aquí, bajo el cielo plomizo, mirando las palmeras quemadas, sintiendo que el frío de la noticia se mezcla con el viento del río. El Sordo no moría de un infarto. No así, no hoy.
Ir al supuesto lugar de su muerte, un departamento humilde en San Telmo, era una trampa potencial. Demasiado obvio. En cambio, fui a su verdadero refugio, un cuartito trasero de una librería de viejo en Avenida de Mayo que solo yo conocía. La puerta estaba forzada, astillas de madera fresca en el suelo. Dentro, el caos: libros derribados, el escritorio volcado, el olor acre a sudor y miedo reciente. Y en medio, el Sordo Alberto. No yacía en paz. Sus ojos abiertos reflejaban un pánico final, sus manos, arañadas y ensangrentadas, se aferraban al aire como buscando algo que ya no estaba. No era un infarto. Fue una lucha. Fue asesinato.
Revolví los restos con la cautela de quien espera otra sorpresa desagradable. Buscaba lo que Alberto quería entregarme, lo que alguien más consideró tan valioso como para matar. Nada en los bolsillos, nada bajo el colchón desgarrado, nada en los falsos fondos de los cajones que ya conocía. La frustración empezaba a hervirme cuando un destello diminuto me llamó la atención. Entre las páginas arrancadas de un libro viejo de botánica, medio escondido bajo la pata rota de la silla, había una pequeña cajita de fósforos. Común, de esas que regalan en los bares baratos, con el logotipo descolorido de "Fragata". Nada especial. ¿O sí? La recogí. Pesaba un poco más de lo normal.
La abrí con cuidado. No había fósforos. En su lugar, un pequeño rectángulo de papel doblado con una dirección escrita con la letra temblorosa de Alberto: Almacén "La Estrella", Dock 3. Y debajo, algo que no era papel: una diminuta lámina metálica, fría al tacto, con inscripciones que parecían arañas microscópicas. Extraño, pero no amenazante. Cerré la cajita y la guardé en el bolsillo del pecho, junto al corazón que latía con fuerza. Tenía una pista. Y un asesino suelto.
El Almacén "La Estrella" en el Dock 3 olía a salitre, aceite rancio y secretos. Era un lugar de paso, de cargamentos no siempre declarados. La dirección llevaba a un contenedor oxidado, semioculto entre otros. La puerta estaba entreabierta. Dentro, la oscuridad era casi total, solo rota por un haz de luz sucia que entraba por una rendija alta. Olía a tabaco fuerte y a nervios. Entré con la mano en la culata de mi vieja Ballester Molina.
— ¿Buscas esto? — una voz ronca cortó la penumbra desde un rincón.
Un hombre alto, delgado, con un traje que le quedaba grande y ojos que brillaban con una avaricia enfermiza, sostenía un maletín de aluminio. Lo reconocí de fotos viejas de archivo: "El Turco" Vargas, traficante de antigüedades robadas y, según rumores, de cosas más... exóticas.
— Lo que busco es quién mató al Sordo — dije, manteniendo la distancia.
Vargas sonrió, un gesto sin humor. — El viejo habló de más. Tenía algo que no le pertenecía. Algo valioso. Algo que yo recuperé. — Golpeó el maletín con los nudillos. — Pero vos tenés la otra parte, ¿verdad? La llave. La cajita.
Sentí el peso de la cajita de fósforos en mi bolsillo. La llave. ¿Para qué? ¿Para el maletín? Alberto no me habría dado una llave sin decirme para qué cerradura era.
— ¿Qué hay en el maletín, Vargas? — pregunté, avanzando un paso.
— ¡Poder! — susurró él, los ojos desorbitados. — Algo más antiguo que esta ciudad podrida. Algo que habla. Que muestra cosas... futuras, pasadas... que doblega voluntades. Pero necesita la llave para estabilizarse. ¡Dámela!
Llevó la mano libre hacia su chaqueta. No iba a darme tiempo. Desenfundé. El estruendo de mi disparo y el suyo se fundieron en el espacio metálico. Sentí un golpe seco en el hombro, como un martillazo. Vargas cayó hacia atrás, el maletín resonando al chocar contra el suelo. Me acerqué tambaleándome, el dolor prendiéndose fuego en mi clavícula. Vargas estaba muerto, un orificio oscuro en la frente.
El maletín tenía una cerradura compleja, pero no parecía coincidir con la cajita. Entonces lo vi. En la mano crispada de Vargas, no había un arma, sino un pequeño dispositivo metálico, similar a la lámina de la cajita, pero con una aguja que brillaba con una luz tenue y maligna. Eso era lo que me había "disparado". ¿Un arma energética? ¿Algo peor?
El maletín empezó a vibrar. Un zumbido agudo, casi inaudible, llenó el contenedor, haciéndome rechinar los dientes. De su interior emanaba un resplandor inquietante, violeta y pulsante. El papelito del Sordo en la cajita decía "llave", pero ¿cómo? Instintivamente, saqué la cajita de fósforos. Al hacerlo, la diminuta lámina metálica dentro se desprendió y cayó al suelo. En el mismo instante, el zumbido del maletín subió a un chillido quejumbroso. El resplandor violeta se volvió cegador, llenando el contenedor con una luz parpadeante y caótica. Sentí un vértigo repentino, imágenes imposibles destellando en mi mente: rostros desconocidos gritando, paisajes alienígenas, el futuro, el pasado, la plaza, Perón, los pañuelos de las Madres... una cacofonía de tiempos y lugares que amenazaba con romperme el cerebro.
Entonces, sin pensarlo, hice lo único que se me ocurrió. Abrí la cajita de fósforos vacía y la arrojé hacia el maletín vibrante.
El efecto fue instantáneo. El chillido cesó como si se hubiera cortado con una tijera. La luz violeta fue succionada violentamente, como un remolino, hacia el interior de la pequeña caja de cartón. La cajita se sacudió un momento en el suelo, brillando con un intenso fulgor blanco que rápidamente se atenuó hasta desaparecer. Luego, quedó inmóvil. Inocua. Un simple estuche de fósforos usado.
Me desplomé contra la fría pared del contenedor, jadeando, la herida en el hombro ardiendo. Miré la cajita, ahora silenciosa y oscura. Alberto no me había dado la llave para el maletín. Me había dado la trampa, el contenedor, la prisión para lo que fuera esa cosa. Vargas buscaba el poder, pero lo que el maletín contenía era puro caos, una ventana a realidades que destrozaban la mente. El Sordo lo sabía. Y esa humilde cajita, preparada con la lámina metálica, había sido la única cosa capaz de sellarlo, de devorar esa energía insana.
Con mano temblorosa, recogí la cajita. Estaba fría. Vacía otra vez, o quizás no. Quizás ahora contenía un universo de locura encerrado en su interior de cartón. La guardé de nuevo en mi bolsillo, junto al corazón que aún latía con fuerza, pero ahora con un nuevo respeto por lo inexplicable, tan inexplicable como la marcha de los jueves en la misma plaza donde comenzó todo.
Salí cojeando del contenedor, hacia la fría luz del puerto, sabiendo que la verdad más profunda y peligrosa no estaba en el maletín reluciente, ni en las balas, ni siquiera en el cadáver de Vargas. A veces lo sobrenatural se enciende con una cajita de fósforos.



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