La Cajita de Fósforos
Estoy sentado en un banco en la Plaza de Mayo esperando a alguien que nunca llegará porque me dicen que acaba de morir. El nombre era Alberto y le decían el Sordo, un viejo informante, tan confiable como las grietas en estas baldosas que Hebe de tanto pisar convirtió en huelas. La llamada anónima a mi oficina fue lacónica: "El Sordo cayó. Infarto, dicen. Pero tenía algo para vos. Cuidado, detective Columbo." Ex-detective, quise corregir al teléfono, pero ya había cortado. Por eso estoy aquí, bajo el cielo plomizo, mirando las palmeras quemadas, sintiendo que el frío de la noticia se mezcla con el viento del río. El Sordo no moría de un infarto. No así, no hoy. Ir al supuesto lugar de su muerte, un departamento humilde en San Telmo, era una trampa potencial. Demasiado obvio. En cambio, fui a su verdadero refugio, un cuartito trasero de una librería de viejo en Avenida de Mayo que solo yo conocía. La puerta estaba forzada, astillas de madera fresca en el suelo. Dentro, el caos:...
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