Hijos

Una de las experiencias más conmovedoras que me ha tocado presenciar en estos muchos años de estar atravesado por el mundo Madres, es el nacimiento de hijos de compañeros.
Hijos e hijas que fueron llegando, en su mayoría primerizos, a cambiar de manera asombrosa la vida familiar de estas parejas enamoradas. Y digo de manera asombrosa porque asombroso es que una actividad que el ser humano viene realizando con absoluta regularidad hace millones de años, nos parezca algo absoluto, intransferible y revolucionario.
Y claro que lo es.
Aunque debo reconocer siempre he notado algo diferente en el trato a esos bebes que han nacido de padres o madres que se han vinculado, por las razones que fueran, con las mujeres del pañuelo blanco.
Y conste que no hablo de amor, entrega, compromiso u otras fidelidades.
Estoy hablando de algo que no puedo explicar con palabras, porque solo lo encuentro en las miradas de esos padres cuando evocan, por ejemplo, el cuidado que tendrán a la hora de elegir la educación que recibirán esos niños o el irrenunciable legado que la palabra libertad tendrá en sus vidas.
Me parece que parir, así nomás, como un hecho telúrico e irrenunciable de la naturaleza, no explica la belleza, el caos, el sufrimiento, la perplejidad y el inmenso amor que horada la carne cuando uno ve latir, en eso que también somos nosotros mismos, esa otra señal que viene con luz propia.
Pero insisto, algo más contiene la vasija de energía vital en los hombres y mujeres que han tenido hijos y alguna relación con las Madres de plaza de mayo. Algo inexplicable como la felicidad, el tiempo o el misterio. Una intensa mezcla donde memoria, razón e incertidumbre se abrazan para conjugan un nuevo verbo nunca antes pronunciado, una palabra y no una plegaria, una convicción de victoria, una fe poética demoledora capaz de vencer malos augurios y oscuros presagios, una síntesis amorosa que chorrea, aterciopeladamente, el mejor perfume de la tierra.

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