Giovanni

 Florianopolis, 1977. 

Todo había comenzado en una de esas noches donde en Floripa el frío es una losa. Yo me encogía en el hueco de una obra en construcción, viendo cómo el vapor de mi aliento se disolvía en la nada. Y él llegaba, siempre a la misma hora. La mecánica exacta de su Maverick, la puerta cerrándose con un portazo sólido, su figura caminando hacia la luz del edificio de la esquina. Una noche, algo se rompió dentro de mí. Me acerqué. Le hablé. Le dije, en una lengua que no era del todo mía, que tenía frío. Que necesitaba una ducha caliente. Las palabras caían entre nosotros como objetos torpes. Él me miró, y no fue compasión lo que vi en sus ojos, sino una especie de reconocimiento, como si mi presencia allí fuera solo la confirmación de un orden de cosas que él ya conocía. "Ta, legal", dijo. "Toma um banho na minha casa".

¿Por qué lo hizo? ¿Fue mi lealtad de perro callejero? ¿Fue el aburrimiento de un hombre con muchos zapatos? En su casa, fotos con Gina Lollobrígida observaban desde las paredes la interminable secuencia de sus tijeras. Él peinaba celebridades, sí, pero también peinaba cabezas anónimas, y en su gesto había la misma atención, la misma precisión silenciosa. Me dio el garaje. Un espacio ocioso. Un hueco bajo su mundo. Una concha de cemento. 

Adentro, un colchón en el suelo, una lámpara desnuda, dos sillas. Eso era todo. A veces, en la noche, la bombita se balanceaba con el viento y las sombras de las sillas se alargaban sobre la pared, como dos espectros cuidando mi sueño. Yo era joven y el mundo era una cosa plana y con salida al mar.

Monótonos, los días se sucedían. Hasta que una tarde de abril, mientras el sol se ponía sobre la Beira-Mar, me preguntó por mis sueños. La pregunta sonó enorme, incongruente. "Ver a Génesis en Porto Alegre", dije. La frase salió de mi boca y quedó flotando entre los dos, como un insecto extraño. Él asintió. No dijo nada más.

Una mañana, un ruido. La puerta se abrió y llenó el espacio con la silueta de Giovanni. "Vem comigo", dijo. 

Su voz me sacó del sueño aquel lunes. Subimos al Maverick. El auto olía a cuero y a colonia barata. Seis horas de carretera, BR 101, el paisaje un borrón verde y gris. Mi mente, en cambio, era un flujo de imágenes inconexas: el frío de la obra, la calidez de su ducha, el peso de la ropa doblada en las sillas. ¿Quién era yo en este coche? ¿El pibe que iba al concierto? ¿El pária del garaje? ¿O simplemente un pensamiento que Giovanni estaba pensando?

Frenó frente al Gigantinho. Un edificio bajo y pesado. "Esperá aquí", dijo. Lo vi alejarse, su figura haciéndose pequeña y luego desaparecer en un grupo de gente. Yo esperaba. El tiempo se dilataba, se hacía espeso. Tal vez había sido un error. Tal vez todo era un malentendido. De pronto, estaba ahí otra vez. Su mano sostenía un pedazo de cartón. "Aquí está teu bilhete", dijo. "Sonho cumplido. Agora te vira."

Sus palabras no eran crueles, eran una liberación. Un deber cumplido. Me dio la entrada y se fue. No hubo un gesto de despedida. Solo la disolución de su figura en el tráfico. Me quedé allí, en la vereda, con el pedazo de cartón en la mano. Un objeto pequeño que, sin embargo, contenía un universo entero. Pesaba más que todas mis pertenencias. Y sin embargo, en los bolsillos, solo el vacío.

La noche del concierto, el Gigantinho era una criatura viva, respirando rock y sudor. La música no se oía, se tocaba en la piel, en los huesos. Un rumor decía que Charly estaba allí, entre la multitud. Yo ya no era el mismo. El frío de la obra, las miserias, no se fueron. Se fundieron. Se convirtieron en esto: en un cuerpo anónimo meciéndose en una marea colectiva. El rock no me salvó de nada. Simplemente, se ocupó. Llenó el espacio.

Al día siguiente, el viaje de vuelta a Florianópolis fue un largo sueño. Haciendo dedo, los coches me llevaban hacia atrás en el tiempo, pero yo ya no era el que había partido. Iba a reencontrarme con el dueño de la peluquería, con el hombre de los zapatos. Iba a mi garaje. Pero nada sería igual. Porque él me había mostrado que el mundo, esa cosa plana y sin salida, podía, a veces, por razones inescrutables, abrir una puerta. Y una puerta, una vez abierta, ya no puede ser cerrada del todo.

 Giovanni, que sabía que comenzar de nuevo era mejor que volver a empezar, no tuvo ese privilegio. Alguien  lo obligó  de la manera más brutal y definitiva a volver a esa misma tierra que lo vio nacer. Le robaron la posibilidad de su nuevo comienzo. 

Su muerte no fue un cierre elegante, fue un acto de violencia que manchó la isla y convirtió la belleza plana del mundo, en un agujero negro sin cabeza, un faro quieto en mi memoria.



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