Mataderos, frigoríficos y otros autos sacramentales
Anoche entró al restaurante un pibe, tendría 17 años o
menos, se hizo servir en una bandeja comida para llevar, le faltaban los dos
brazos. Yo comía solo en una mesa y un pensamiento inesperado me sorprendió.
¿Cuándo fue que yo perdí los míos?
Coagulé la sombra en un agujero mientras el pibe se colgaba
el paquetito con la comida en una especie de minicodo que le salía de uno de
sus no brazos, le agradeció a la muchacha servicial del restaurante y se marchó.
Lo sabroso del animal muerto que yo seguía masticando era lo
sagrado de su voracidad amputada por el hacha del matarife antes del fuego.
El cuerpo humano, con sus músculos atrofiados por la palabra
y desordenados por el sueño, se atrofia atascándose como un murciélago en un
nido de hornero.
El vino espía y espera que me reúna con mis amigos.
Cada hueso arma la descuartizada media res de mi ser
calcinado.
La vida es sagrada
Y estar vivo es la ruina de esa sacralidad.
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